Por Juan Laxagueborde
Para Magdalena Demarco
La juventud mixtura el desdén a la muerte con la fragilidad que se encarna en ella, cuando se topa con acontecimientos trágicos que su fervor despampanante no sabe asimilar. Cuestión concreta: Néstor Kirchner muere en el auge de su acción política, un día de octubre donde nos disponíamos a aceptar los mandatos de las entrevistas semiestructuradas de los censistas.
La muerte como noticia y poderoso asombro dio paso a algo mayor, central y netamente fronterizo: la llegada a una plaza que sólo ofrecía el suelo donde transitar eso indecible: uno de los primeros hechos paralizantes de nuestra vida política.
Concurrimos a ella y notamos como los círculos se iban ensanchando, cómo crecían como espirales las multitudes que ya no marchaban, sino que permanecían: Un círculo siempre es a escala de otro, figurando la imagen de un eco infinito, que alcanza latitudes inimaginadas.
La mañana en que los restos de Kirchner eran trasladados desde Casa Rosada a Aeroparque una llovizna fina caía en la ciudad. Concurrimos con Demarco a Plaza de Mayo sin saber bien por qué, como el día anterior, a permanecer conmovidos por lenguajes desconocidos que interpelaban todo lo hasta ese día pensado. En esa plaza, una pantalla gigante transmitía los pormenores. No más de 400 personas en día laboral, frío, -mucha gente peregrinando detrás del coche fúnebre- con paraguas en la mano y estupor contemplábamos esas imágenes. Algo vino a la memoria y se hizo balbuceo: eran las láminas de nuestro colegio primario, el clima hostil, el pueblo que pretende saber de qué se trata, el hito, el destino incierto.
Pero esos días de penar desde la incerteza por una historia que nos proponía, de nuevo, pero esta vez a nosotros, un salto sin red, aparecían como momento en el que estallan todas las imaginaciones, las preocupaciones y las angustias de pensar nuestra propia existencia como subjetividades políticas. Magda y yo caminábamos callados buscando en el aire, en las colas, en las flores o en esos bares contradictorios de muchedumbre azorada nuevas posibilidades de afronte para lo que siempre se nos viene encima: la época.
Los rasgos pertinentes de la política contemporánea de la Argentina han estado en Kirchner. Son, ante todo, una nueva forma de pensar, entre la dogmática y el chascarrillo, la acción política como oscilación profunda en la vida de un pueblo. Gestando y perdurando; reconectando y fundando.
Kirchner ha sido eso que todavía no ha terminado de ser. Demuestra que la política Argentina se sirve aún de un pasado difuso, extraño, pero vivo. Que nunca es el tiempo del inventar todo de nuevo, aunque sí hay destellos de escisión y salto que se nos presentan contingentes, chispeantes. Eso es el kirchnerismo. La posibilidad de pensar todo de nuevo, pero sabiendo que también es eso: una posibilidad, una chance. Nunca una seguridad.
Kirchner fue un seguro sigiloso, un osado precavido. Todo paradoja.
Hemos perdido el primer signo de nuestras épocas políticas, pero queda viva la posibilidad de asirlo como fotograma de un montaje extenso y sinuoso que habremos de caminar prudentes, imprudentes, vitales y voluntariosos.
La política, pensaba Benjamin, es una honra a la memoria de un pasado ruinoso. Es una forma de desactivar los fantasmas que acechan instándonos a redimirlos. Quizá estemos viviendo un tiempo en que el mito no sea más que acuñar certezas dentro del maremagnum de complejidades que se llevo el último soplo de la generación del 70.
Kirchner no está en ningún lado, aparece como pasado complejo y se entromete en nuestros lenguajes que lo evocarán mucho por mucho tiempo. No hay herederos, hay intérpretes. Todos los que fuimos a esa plaza, quisimos interpretar las emociones de una Argentina en las fronteras.
En esos días de tránsito nervioso por un país que se suspendía en la estática de pensarse a sí, supimos que tronaban no ya escarmientos de fajina, sino esperanzas acerca de cómo descubrir las tareas para activar nuevos nudos que movilicen todas nuestras acciones hacia un futuro mayor.
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